Sobre la ‘economía intangible’

Por Jesús Iglesias. Más de una década después de la caída de Lehman Brothers, el dogma del crecimiento sigue incólume y la tecnología aparece como el instrumento prometeico que reactivará la economía y nos llevará por la ‘senda de la recuperación’. La creencia de que la innovación tecnológica puede sacarnos de la crisis ha dado lugar al concepto de ‘crecimiento verde’, cuya principal dimensión es un genuino acto de fe: la desmaterialización de la economía -a la sazón principal argumento del sistema para que el capital se siga acumulando-, lo que implica mayores inversiones en tecnologías cada vez más eficientes e introducir los incentivos adecuados para que la economía pueda seguir creciendo mientras la base material que la sostiene se reduce y con ella, los impactos ambientales vinculados al propio proceso económico.

         El problema es que este singular desacoplamiento entre crecimiento, base material e impactos ecológicos es muy poco probable. Jamás ha existido, de hecho, si nos atenemos a la evolución de la huella ecológica, que precisamente mide la cantidad de material necesario para sostener la producción y el consumo de bienes y servicios de un territorio. Como explica José Bellver, “mientras el objetivo siga siendo incrementar la escala de lo que producimos y consumimos cada año, el desacoplamiento es imposible”. La eficiencia tiene límites, empezando por la conocida -aunque debidamente ignorada por el establishment político-empresarial que padecemos- Paradoja de Jevons, y acabando por un hecho difícilmente rebatible: la generación de bienes supuestamente inmateriales reclama de infraestructuras materiales. El mito de que el desarrollo tecnológico va a permitir el concurso de dispositivos cada vez menos nocivos para el medio natural y menos entregados al consumo de grandes cantidades de energía y materiales, junto con la falsa promesa de terciarización de la economía -que obviamente no se ha traducido en una reducción del número de mercancías en circulación o de las materias empleadas en su fabricación-, están llevando a nuestras sociedades a un choque violento contra los límites biofísicos de este planeta. Pese a que la llamada Cuarta Revolución Industrial necesita grandes cantidades de combustibles y materias primas -desde luego muchas más de las que podrán producirse-, el marketing de la economía intangible, sin embargo, está siendo todo un éxito: nos encaminamos hacia el colapso sin apenas levantar la vista de nuestras pantallas. El Titanic se hunde mientras seguimos curioseando el facebook de manera prácticamente inconsciente. Al final, la tecnología que nos sirve el sistema era eso: adicción a los cachivaches correspondientes y que caiga el diluvio.  

         Pongamos, por ejemplo, internet, esa fantasía de libertad que tan bien se nos vendió en los años 90 y que, en virtud de los avances tecnológicos en lo que respecta al big data, terminará creando la ansiada ‘cárcel digital’ que tanto anhelan las élites del mundo (de eso hablaré en otro momento). Aunque muchos piensen que internet es un sistema básicamente inmaterial, su actividad conlleva graves impactos ambientales, tanto por el uso como por la fabricación de los aparatos electrónicos. Pensemos que internet genera cuatro áreas principales de demanda de energía (centros de datos, redes de comunicación, dispositivos de los usuarios finales y la energía necesaria para fabricar los equipos que requieren los tres anteriores) y que la extensión de las plataformas de computación basadas en la ‘nube’ (ojo al lenguaje desmaterializado de la propaganda del sistema) y de banda ancha -que aumentan la capacidad de computación y almacenamiento de los dispositivos individuales- están sustituyendo como principales motores de consumo eléctrico al uso de los mismos dispositivos electrónicos. Según el informe Clicking clean, publicado por el grupo ecologista Greenpeace, “las instalaciones de alojamiento web y de datos en la nube (cloud hosting) y de colocation más grandes son capaces de consumir tanta energía como una ciudad de tamaño mediano principalmente para refrigerarse”.

         El 7% de la energía que se consume en el planeta deriva ya de la demanda energética asociada al capitalismo digital. Se proyecta, además, que esa cifra ascienda al 14% en 2040, pues el uso de internet no deja de incrementarse debido tanto al aumento del consumo individual como a la extensión de la era digital a cada vez mayor población mundial. Y esto, obviamente, se traduce en mayor calentamiento global. Según la iniciativa CO2GLE, Google emite unos 500 kilos de emisiones de gases de efecto invernadero por segundo, y según datos de Statista, Spotify, Twitter y Facebook se encuentran entre los mayores emisores del mundo. Aunque el mayor responsable en este ámbito es sin duda el streaming, que supone alrededor del 80% del tráfico global. Si internet fuese un país, concluye el informe Clicking clean, sería el sexto más contaminante del mundo, y si el visionado de vídeos online fuese otro país, afirma Ernest García, produciría tantos gases de efecto invernadero como España. No hay redes sin quemar carbón, el ciberespacio se mantiene gracias a más de 400 cables submarinos desplegados sobre un millón de kilómetros. La hiperconexión exige más electricidad de la que podrá producirse y los materiales de este planeta, por si alguien no se había dado cuenta, son finitos.

         El hecho de que los impactos no se vean a simple vista -por ahora- no significa que no existan, como explica el economista José Bellver: “contrariamente a la visión que podamos tener de todo el mundo de lo digital como un ámbito de producción y de consumo impoluto y poco contaminante, en contraste con las viejas fábricas industriales o de los camiones y coches con los que se mueven personas y mercancías, las nuevas tecnologías de la información tienen un elevado impacto ecológico que no se percibe a simple vista”. Es un impacto que se acumula desde la extracción de materias primas hasta los desechos generados tras el uso de los productos. De hecho, las primeras fases -extracción y producción de los aparatos que empleamos para conectarnos a la red- concentran el mayor impacto ecológico y el mayor consumo energético de todo el ciclo vital del producto. Ocurre lo contrario que con los coches, cuyo consumo se concentra en su uso. Es una particularidad muy bien aprovechada por los fabricantes -en plena complicidad con los políticos, por supuesto-, y por eso se nos obliga a cambiar tan constantemente de teléfono móvil u ordenador personal. Muy bueno para los negocios, nefasto para el planeta y mal asunto para nuestros bolsillos.

         Sigamos con más ejemplos, en este caso la fabricación de un ordenador. Requiere una medida de 240 kg de combustibles fósiles, 22 kilos de productos químicos y 1.500 litros de agua. Esto sin olvidarnos del enorme impacto de la extracción y de la circulación del producto. En cuanto a la primera, no sólo genera impactos en los ecosistemas, sino que los elementos extraídos no son precisamente ilimitados, lo que podría dar -está dando- problemas de escasez y encarecimiento. Además, la extracción de elementos como el litio o el cobalto, elementos fundamentales para la transición energética, está provocando graves impactos en las comunidades indígenas afectadas, como afirma la analista e investigadora Melisa Argento, “el primer impacto se traduce en división en el interior de las comunidades, porque la extracción de litio crea ganadores y perdedores”. Huelga decir que las empresas evitan proporcionar información como el tipo de productos químicos que emplean.  “La mayor preocupación es por el agua: qué pasará con los ojos de agua de las vegas donde emerge el agua dulce que ellos utilizan para regar los cultivos de los que depende su economía local”. En cuanto a la circulación de los productos, los materiales extraídos en África o América Latina viajan miles de kilómetros a fin de ser ensamblados en algún país asiático para después recorrer otros miles de kilómetros hasta llegar a los puntos de consumo, principalmente EEUU y Europa. Un sistema eficiente para la racionalidad capitalista (genera gasto), pero irracional en términos ecológicos, de consumo energético y humanitarios.

         Y si hablamos de tecnología, debemos referirnos al desagradable tema de los desechos, que aunque no se vean, existen. Es más, dada la rapidez con que ‘se quedan’ obsoletos los dispositivos, aquéllos no paran de crecer: el sobreconsumo de productos electrónicos genera alrededor de 50 millones de toneladas cada año -el equivalente a 4.500 réplicas en tamaño real de la Torre Eiffel- que en buena medida son exportados a países del Sur, en especial de África y el Sudeste asiático. En esas regiones no existen tecnologías para realizar el procesamiento adecuado y seguro de productos que contienen gran cantidad de tóxicos que son liberados con la quema y el reciclaje rudimentario de nuestros desechos electrónicos. El mar de fondo puede adivinarse sin mucho esfuerzo: estamos ante un proceso que ilustra la lógica neocolonial de nuestra economía global, según la cual los ricos extraen materiales de los pobres, consumen los aparatos correspondientes y luego les vuelven a enviar esos mismos materiales pero esta vez en forma de residuos. Huelga decir que es un proceso inaceptable para alguien que se considere de izquierdas, un juego de dominadores y dominados, de opresores y  oprimidos, donde lo que conviene es perpetuar la desigualdad entre países. 

         Llegados a este punto, toca decir algo obvio pero necesario: no se trata de ir en contra de la tecnología per se, sino de cuestionar el marco en el que esa tecnología se utiliza. Si el lucro y la competencia son los motores principales de la actividad económica, la cada vez mayor producción entra en contradicción con la noción de límite, una contradicción que se resuelve sacrificando la justicia social y salud de nuestra biosfera en su conjunto. Aquí la eficiencia lograda por el avance tecnológico no deriva en un ahorro energético o una menor degradación medioambiental, sino que oculta las múltiples externalizaciones de los impactos de los países ricos desplazándolos hacia los pobres. La supuesta mayor sostenibilidad de las economías avanzadas es un mito, una percepción errónea, propia de  una sociedad carente por completo de visión ‘extramuros’, incapaz de ver más allá de donde le interesa. La digitalización de la economía está legitimando un discurso, el del ‘desarrollo sostenible’ y la ‘economía intangible’, que tratando de hacer compatible capitalismo y sustentabilidad, se basa en perpetuar una cultura consumista a costa de los pobres y del medio ambiente. Aquí es necesario proporcionar un matiz, esta vez de la mano de Gorka Castillo: la Cuarta Revolución Industrial también está rediseñando un régimen de alianzas comerciales destinado a garantizar el sustento de los grandes consumidores del planeta, EEUU y China, y esas batallas siempre traen las mismas consecuencias: deterioro de las condiciones de trabajo, degradación medioambiental y hundimiento de las economías locales. En otras palabras, más pronto que tarde, esos pobres también seremos nosotr@s.

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