Razones para oponerse a la digitalización de nuestras sociedades

Por Jesús Iglesias. Nuestra fascinación por la tecnología, y también nuestra dependencia de ella, son sin duda la mejor garantía para el mantenimiento del orden existente, una dependencia que además se ha intensificado a raíz del confinamiento decretado por la pandemia. El comercio digital se ha disparado, el uso de videojuegos ha alcanzado niveles nunca vistos y el exceso de exposición a las pantallas sigue siendo un asunto tristemente ignorado por casi tod@s.

         A nadie parece importar la digitalización del mundo, un contexto propicio para rematar la ofensiva contra los trabajadores que ya se puso en marcha bastante antes que la llegada del coronavirus. Me refiero a la destrucción masiva de puestos de trabajo, pero también a la reducción del trabajo relacional, convenientemente sustituido por respuestas automatizadas gobernadas por los algoritmos, a la atomización del trabajador y al debilitamiento organizativo-sindical consiguiente, a la necesidad para el gran capital de que nos convirtamos en auténticos adictos a sus cachivaches, con conexión permanente en el tiempo y en el espacio, a la cesión gratuita no sólo de la fuerza de trabajo, sino de la atención y de la conciencia misma. Eso por no hablar de las redes de trabajo en condiciones esclavas que operan en la trastienda de la fabricación de nuestros dispositivos tecnológicos, perfectamente normalizadas e incorporadas en las cadenas de producción. No queda mucho para que los servicios públicos también sean sustituidos por páginas web convenientemente privatizadas, que sellarán la definitiva exclusión de los usuarios no conectados, especialmente las personas mayores. Como dice el maestro Jorge Riechmann, “esta transformación en suma, nos empuja hacia un mundo profundamente deshumanizado y kafkiano”.

         En el fondo se trata de abaratar costes. Hay que digitalizar todo lo digitalizable. El objetivo, como se ha dicho, es reforzar aún más nuestra dependencia de la tecnología. Es así como nos adentramos en una sociedad patológica, en la que la experiencia humana pasa a ser la materia prima gratuita que permitirá las prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas, en la que se impone la lógica parasitaria de producción de bienes y servicios ligada a la creación de nuevos comportamientos, en la que el capitalismo marcará un nuevo hito en la concentración de riqueza y poder en la historia humana con un nuevo ciclo de acumulación de capital, en la que se certifica el establecimiento de un nuevo poder que asegura el dominio sobre la sociedad y desafía a la democracia misma, en la que los derechos humanos críticos son expropiados en lo que ya es, de facto, un ataque directo y sin contemplaciones al principio de soberanía popular. En lugar de preocuparse de cómo vamos a alimentar y proporcionar agua potable a los ya casi 8.000 millones de personas de este planeta, el proyecto digitalizador es un proyecto de las élites contra las clases populares, que apuntala su incontestable victoria en la lucha de clases y les permite su ansiada emancipación del resto de la población.

         Podemos entrever la estrategia de negocio: comodidad y entretenimiento a cambio de datos personales con los que se modifica la consciencia de la gente. Al usuario se le oculta buena parte de la información para que nunca llegue a entender realmente lo que está ocurriendo, aunque tampoco le saldría a cuenta si lo consigue: para eso se inventaron las cláusulas que exoneran a las empresas de toda responsabilidad. La desconexión del mundo real -y la conexión al mundo manipulado- también es absolutamente necesaria, hasta que ya no sepamos a ciencia cierta si nuestras creencias y nuestros intereses son genuinamente nuestros o inoculados por un sistema artificial para que parezcan auténticos. Así, la ‘sociedad del control’ hace su aparición y nos precipita a una crisis de libertad de gran alcance, pues por primera vez afecta a la misma voluntad libre. El big data, nos recuerda el filósofo surcoreano Byun Chul-Han, es un instrumento político muy eficiente, un “conocimiento de dominación que permite intervenir en la psique y condicionarla a un nivel prerreflexivo”. Al tener la capacidad de pronosticar el comportamiento humano en buena medida, el propio futuro se vuelve predecible y controlable. “La persona misma se positiviza en cosa, que es cuantificable, mensurable y controlable”. Pero ninguna cosa es libre. La cosa es más transparente que la persona. “El big data anuncia el fin de la persona y de la voluntad libre”. La dominación aumenta su eficacia si delega la vigilancia en cada uno de nosotros, que porta con la mayor de las alegrías un auténtico confesionario llamado teléfono móvil.

         Por el camino, conviene recordar que el impacto de la ‘economía digital’ es absolutamente insostenible, al comportarse como una gigantesca aspiradora de materiales y energía que devasta las zonas mejores conservadas del planeta, se apoya en una industria química muy contaminante, genera ingentes cantidades de residuos y obliga a las centrales eléctricas a funcionar a pleno rendimiento para cumplir las exigencias del cada vez mayor tráfico en internet. La cantidad de gases de efecto invernadero de esta más que dudosa ‘economía intangible’ es ya equiparable a la asociada al tráfico aéreo. De hecho, y con el fin de estimar la relación entre el aumento del consumo energético de la digitalización y el agravamiento del cambio climático, Lofti Belkhir y Ahmed Elmeligi han llevado a cabo un análisis riguroso del impacto del carbono que incluye la producción, la energía consumida por los dispositivos de la tecnología digital y la energía necesaria para respaldar la infraestructura de dicha industria. Su conclusión: “la contribución de las TIC a las emisiones globales de gases de efecto invernadero podría crecer de 1 a 1,6% en 2007 a más del 14% de las emisiones totales en 2040”. Visto esto, queda claro que la digitalización es uno de los principales obstáculos para la descarbonización de nuestras sociedades.

         No olvidemos que Internet es la infraestructura más grande y compleja de la historia de la humanidad. Sobre sus requerimientos energéticos podemos ceder la palabra al geólogo Antonio Aretxabala: “la computación -solo en la nube- usa ya alrededor del 2% de la electricidad producida en el mundo por todos los sistemas de generación eléctrica. La enorme red de inmensos centros de datos en los que se basa la computación en la nube demanda 100 veces la electricidad por unidad de superficie que, por ejemplo, un rascacielos moderno como el de Iberdrola en Bilbao. El Departamento de Energía de EE UU ha calculado que el uso de energía de los centros de datos supera con creces el de toda la industria química de aquel país. El uso de energía en la última era digital se expandió el 90% entre 2000 y 2005”.

         A nivel material, la economía digital se ha mostrado como un devorador realmente insaciable. Si uno de los retos fundamentales de la transición energética es el cuello de botella de ciertos minerales necesarios para los dispositivos correspondientes (escasos y muy localizados), precisamente la economía digital es un gran consumidor de estas tierras raras. 17 elementos -ninguno esencial para la vida- pero cuyas aleaciones son imprescindibles. No está de más decir que China controla ahora mismo el 90% de las mismas. Así que, por lo de pronto, la digitalización planetaria se va a traducir en una fuerte dependencia del gigante asiático. Eso por no hablar de que también demandan un flujo estable y abundante de otros materiales, como el coltán, el litio y el cobalto, que desde luego no son ilimitados y cada vez se encuentran más cerca de sus picos de extracción. La intensificación de los conflictos por los recursos minerales en algunas zonas del globo está servida: apropiaciones de tierras y de agua, desplazamientos forzosos, explotación infantil y, si es necesario, guerras de rapiña y genocidios de grupos indígenas y comunidades rurales. Las grandes potencias occidentales tienen, de hecho, una larga experiencia en este tipo de prácticas.

         El aumento del extractivismo supone además, como se ha dicho, un serio riesgo de contaminación sin precedentes por metales pesados y de destrucción de hábitats, con especial impacto en espacios protegidos y fondos marinos. La destrucción de la biodiversidad asociada a estos proyectos mineros, afirma un estudio de Laura Sonter y colaboradores, podría superar a los daños evitados por la mitigación de los efectos del cambio climático en los proyectos de descarbonización. Un paso adelante, y dos atrás. Con un planeta cada vez más devastado de por medio.

         En definitiva, estamos a las puertas de una nueva Gran Aceleración, una huida hacia adelante en un escenario que ya es de emergencia climática y que nos situará al borde del colapso ecosocial. Aunque la digitalización extrema no va a ser posible en un contexto de declive energético y desequilibrio climático, estamos a punto de cometer, como especie, el que ya puede ser nuestro error definitivo. Hay que ralentizar, relocalizar, destecnologizar, contraer el metabolismo social, reconectar con la naturaleza, adquirir resiliencia; abandonar la valorización del valor y la acumulación de capital, así como la competición descarnada y la cultura individualista; y huir de la locura consumista, de las pantallas y de lo virtual, mantener el petróleo que queda bajo tierra y dejar de extraer minerales que a buen seguro más adelante vamos a necesitar. Por último, toca reivindicar el valor humano frente a la Megamáquina, como explicó el sabio Joaquín Araújo. “Nada trabaja mejor a favor de lo humano que el orgullo de serlo frente a las maquinarias que los destruyen”.

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