En favor del reparto del trabajo

Por Jesús Iglesias. Una década de investigación del Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas de la Universidad de Valladolid (GEEDS) en torno al declive de los combustibles fósiles, los límites de las energías renovables y el cambio climático, arroja una conclusión inequívoca: “la transición energética no puede ser únicamente una cuestión de energías renovables”. Y no sólo energética, la crisis climática, el holocausto de la biodiversidad, la sobredimensión de la economía financiera, el desmantelamiento de lo público, las bolsas de pobreza o las desigualdades lacerantes, son otros graves problemas a los que llegamos tarde y mal. El problema es que, como explica Marga Mediavilla, solucionar estos retos pasa “o bien por una reducción de la actividad económica, o bien por suponer mejoras técnicas aceleradas y muy poco realistas”. En la trastienda, la insostenibilidad estructural de nuestra sociedad en un mundo con recursos limitados y límites biofísicos.  Necesitamos, pues, una economía que produzca menos y que impacte menos. En definitiva, que no necesite crecer.

         La irrupción del neoliberalismo a finales de los años 70 supuso el abandono del pleno empleo como objetivo central de la política económica y la desregulación de los mercados de trabajo, impulsada por la liberalización del comercio, de los movimientos de capital y de las empresas. Este sistema, fracasado y exhausto, ha generado una desigualdad extrema mientras los impactos ecológicos no han dejado de aumentar. Ante este dramático escenario, muchos nostálgicos piden la vuelta a los Estados de bienestar y al keynesianismo de posguerra, cuyo ‘éxito’ se basó en exprimir el factor trabajo, en el uso intensivo de tecnologías pesadas y en una explotación inaceptable de los recursos naturales, comenzando por los combustibles fósiles, el clima, las tierras cultivables, el agua, la biodiversidad, etc. Los espectaculares aumentos de productividad han permitido la civilización del automóvil y del avión, de los grandes centros comerciales y las megaciudades, símbolos de una economía basada en el crecimiento y la búsqueda del pleno empleo que hace imposible lograr los objetivos de reducción de emisiones o de lucha contra la desigualdad. Así que, en un mundo asfixiado por las crisis, debemos preguntarnos hasta qué punto hay que buscar, como objetivos irrenunciables, el máximo trabajo y el máximo crecimiento económico.

         Hemos acabado por aceptar lo inaceptable: en vez de reducir la jornada laboral para vivir mejor, trabajamos más para ganar más y consumir más, convirtiendo nuestro tiempo en mercancía corriente. Ante esto, proponemos dos estrategias: una redistribución basada en el reparto del trabajo, que podría redistribuir las rentas con menos impacto ambiental y hacerlo de forma más justa, al no crear agravios comparativos entre quienes trabajan y quienes reciben, y una reorientación social y ecológica con el objetivo de producir las mismas cantidades con menos trabajo y una presión ecológica aceptable en sectores como la agricultura, las energías renovables, el transporte colectivo, y el comercio de proximidad. En palabras de Jean Gadrey, Florent Marcellesi y Borja Barragué, “No se puede seguir oponiendo de manera simplista y errónea -o a veces intencionada- ecología y empleo, como si fueran incompatibles. Al revés, es totalmente posible (y deseable) una reconversión laboral para los trabajadores de estos sectores en declive con el fin de que sus valiosos conocimientos puedan aprovecharse en sectores sostenibles y de futuro como las energías renovables. Esta conversión debe ser digna, participativa y planificada, es decir, centrada en las personas y no en los beneficios de los empresarios del sector”. El salario, asimismo, debe desligarse de la producción, porque esto obliga al trabajador a apoyar aumentos constantes de las unidades fabricadas y lo convierte, por tanto, en enemigo de cualquier media ambiental que intente frenar el impacto humano sobre el planeta.

         El reparto del trabajo dejó tristemente de estar en la agenda de los principales sindicatos, incapaces de hacerse las tres preguntas fundamentales: cómo trabajamos, para quién trabajamos y qué producimos. El profesor de ciencias políticas Carlos Taibo nos recuerda que este es un terreno que linda con la sabiduría de los luditas ingleses de principios del siglo XIX, conscientes de que las tecnologías que la industrialización forjó no iban a emancipar a los trabajadores ni a acrecentar los salarios. “La industria no surgió para liberar a los obreros sino, antes bien, para estimular su explotación y su sumisión”. Mayor relieve corresponde al hecho de que entre sus objetivos destacase el de acabar con las formas de vida de comunidades enteras.

         Si la vida buena consiste en la satisfacción de necesidades, aumentar la cantidad de trabajo no debería ser un objetivo. Porque las recetas keynesianas sólo saben afrontar la crisis económica empeorando la crisis ecológica. Nuestra sociedad produce ya muchos más bienes que los necesarios para vivir dignamente, de modo que trabajar menos y consumir menos no sólo es un imperativo ecológico, sino una necesidad vital. Una política de reparto de empleo, con jornadas laborales más cortas, podría ayudar a poner fin a un modelo de crecimiento económico en la explotación de los recursos, de las personas, y de la vida del planeta.  Necesitamos una economía verde más allá de la ‘economía verde’ que defiende la izquierda keynesiana, empeñada en resolver las crisis en ciernes con coches eléctricos, paneles solares y rehabilitación energética. Nuestra economía no necesita crecer, sino que considere los límites del planeta y sea capaz de redistribuir los bienes, el trabajo y los recursos.

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