10 años más de glifosato

Por Jesús Iglesias. La Comisión Europea anunció la semana pasada la ampliación en 10 años más de uso del herbicida glifosato, después de que los Estados miembros no llegaran a un acuerdo. Eso sí, la renovación incluye algunas restricciones nuevas como “la prohibición del uso como desecante antes de la cosecha y la necesidad de ciertas medidas para proteger a los organismos no objetivo”. El colectivo Ecologistas en acción alerta de que la prolongación del permiso de uso de esta sustancia lograría “evitar las denuncias que podría recibir por parte de las empresas productoras del herbicida, ilegal a partir del 15 de diciembre de 2023”. El glifosato, recordemos, es un herbicida de la compañía Monsanto introducido a mediados de los años 70 del pasado siglo y comercializado como un producto inocuo y destinado a eliminar las malas hierbas que invaden los cultivos agrícolas y los espacios públicos. Bruselas (y también España, que votó a favor de su continuidad), alegan razones de desabastecimiento y de insostenibilidad para los agricultores, un argumento desmentido por el derroche y el desperdicio de comida que podemos comprobar a diario. La reciente destrucción de 22 millones de plátanos de Canarias para evitar la caída de precios es un buen ejemplo de esto.

          Aunque es cierto que se trata de una sustancia barata y muy efectiva matando plantas de forma selectiva, lo que la convierte en el herbicida más usado en todo el mundo, también “es una amenaza ampliamente documentada para la salud, el medio ambiente y la diversidad. Se acumula en el suelo, en el agua y el tejido graso de nuestro organismo, de ahí su capacidad disruptora del sistema endocrino como señalan muchos estudios”, apunta la profesora de ingeniería agrónoma María Dolores Raigón. Es más, en 2015 la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer de la OMS estableció que “el glifosato daña el ADN, provoca cáncer en animales y es probablemente cancerígeno para lo humanos”. El estudio más reciente al respecto, publicado por el Instituto Ramazzini bajo el nombre de Estudio global sobre el glifosato, vincula el uso de bajas dosis de herbicidas a base de glifosato con la aparición precoz de leucemia. En España, un estudio llevado a cabo por el colectivo Ecologistas en acción el mes pasado titulado El glifosato contamina nuestras aguas, constata la presencia de glifosato en masas de agua en niveles que exceden la normativa correspondiente. “Podemos concluir que el alcance actual del uso de herbicidas a base de glifosato se traduce en un riesgo inaceptable para el medio acuático […] Incluso niveles bajos de glifosato afectan al crecimiento y desarrollo de especies acuáticas clave, desde plantas y algas hasta peces y anfibios”. Pese a las más que fundadas sospechas de los impactos de este herbicida, a la existencia de alternativas a su uso, y a los numerosos estudios publicados con datos falseados por la industria agroalimentaria (especialmente tras su revisión por parte del Instituto de Investigación del Cáncer de Viena), la CE toma, una vez más, partido a favor de la industria química.

          En la década de los 90 Monsanto comenzó a producir semillas modificadas genéticamente para ser resistentes a su herbicida, con el fin de que se pueda emplear el glifosato sin que los cultivos se vean afectados. El negocio es redondo: la misma empresa vende las semillas y el herbicida a juego. Con esto, la agricultura entró en una nueva era, hasta el punto de que el 70% de los cultivos transgénicos de hoy en día se basan en semillas modificadas para ser resistentes a herbicidas. Pero aparte de ser una amenaza para la diversidad (exterminando cualquier planta que no sea modificada, así como a numerosos organismos tan importantes como las abejas), para las comunidades indígenas es una tragedia, pues mientras las suyas están adaptadas no sólo a cada clima, sino también a cada comunidad ecológica, las semillas modificadas deben comprarse cada temporada, lo que genera grandes deudas. Además, Monsanto se asegura que las deficiencias en la alimentación que generan los cultivos industriales sean supuestamente compensadas con plantas modificadas. Los pequeños campesinos pierden así el control sobre los medios de producción y acaban empobrecidos y dependientes de los vaivenes del mercado para adquirir bienes de subsistencia. El beneficio para Monsanto -comprada por Bayer en 2016- es un veneno para la tierra, la biodiversidad y las personas, como así ha sido desde que produjera el agente naranja (empleado por el ejército estadounidense en Vietnam), el PCB (compuesto químico que se utiliza en transformadores eléctricos, incluido dentro de los doce contaminantes más peligrosos del planeta, y que puede provocar cáncer) o la hormona de crecimiento bovino, prohibida en la UE. Un negro historial que culmina con la agricultura transgénica.

          En realidad, la campaña contra la renovación del glifosato, que tristemente no ha dado sus frutos, se enmarca dentro de otra más amplia que reivindica no sólo que los productos y los precios no estén determinados por las grandes corporaciones que dominan la producción y la distribución alimentarias, sino una transformación del modelo agrario actual -insostenible, injusto y poco saludable- en modelos más diversificados, que combinen diferentes modalidades de agricultura ecológica con medidas que promuevan el desarrollo local, la justicia económica para el campesinado y la seguridad alimentaria. En un ejercicio al más puro neoliberalismo corporativista, esta decisión de la Comisión Europea, otra más, nos aleja de la senda ecológica que necesitamos -y de los objetivos de sostenibilidad de la propia UE según el Pacto Verde Europeo-, y de la defensa de la salud de las personas, para posicionarse con la gran industria química y agroalimentaria.

Para ampliar:

Deja un comentario