Contra la Gran Aceleración

Por Jesús Iglesias. Aunque el progreso prometía la liberación del tiempo, la era de los mayores y más extraordinarios avances tecnológicos se ha convertido en la era de la ansiedad en la misma vida cotidiana. Con la aceleración como ritmo que marca los cambios, el acceso permanente a la red y la comunicación instantánea -ambos de consumo forzoso- son los elementos que con más intensidad operan desde la trastienda; la hiperconectividad interrumpe nuestro tiempo libre, incluso nuestra conciencia, los teléfonos móviles y las redes sociales están diseñados para captar nuestra atención el mayor tiempo posible con el objetivo -cada vez menos indisimulado- de mercantilizar y monetizar esa atención. Por otro lado, como explica Edward Hay, la producción exige máxima eficiencia y capacidad de respuesta ante las fuerzas del mercado, de manera que, ya sea en unos grandes almacenes o en un aeropuerto, los procedimientos tienden siempre a ser más rápidos, a ‘ahorrarnos tiempo’. El historiador del arte Jonathan Crary da aquí en el clavo: la ausencia de pausa fomenta “una cultura vacía de autopromoción y autoabsorción, de una instantaneidad a demanda, de adquirir y tener manteniéndose aislado de la presencia física de otros y de cualquier sentido de la responsabilidad que esta pueda conllevar”, mina la paciencia y la deferencia individuales, fundamentales para la democracia, pues escuchar, reflexionar, comparar y decidir son actividades que requieren tiempo. Esperar -como la reciprocidad o la ayuda mutua- se ha vuelto incompatible con el capitalismo.

         La Gran Aceleración comenzó hace más de dos siglos, con la Revolución Industrial, pero durante las últimas décadas ha experimentado un nuevo impulso gracias a la débil resistencia que ha encontrado y a una cultura que venera la inmediata satisfacción de los deseos mientras necesita generar insatisfacción crónica para que sigamos consumiendo cada vez más y cada vez más rápido. La velocidad no sólo es consustancial al modo de producción capitalista, en el que prima el método fordista de producción y la rápida sustitución de los productos colocados en el mercado sino que, como apunta María Toledano, la velocidad -esta carrera por la ‘urgencia histórica’- forma parte de su lógica destructiva. “La velocidad es uno de los instrumentos de penetración del capitalismo, una de sus virtudes teologales. Su frenético impulso domina las voluntades y los deseos, arrasa las emociones y convierte en tierra baldía todo lo que roza con su estela”. En efecto, con la velocidad y la urgencia del consumo, la complejidad de las emociones cede el puesto a la automatización de las respuestas. La función aniquiladora del capital está construida sobre esta aceleración que imita los criterios de un poder totalitario, pues ejerce presión sobre las voluntades y acciones de los sujetos, es ineludible, es omnipresente y es difícil de criticar y combatir, como acertadamente apuntó el sociólogo alemán Hartmut Rosa.

         Incluso las facilidades que nos encontramos a la hora de comprar, movernos, trabajar o comunicarnos no dejan de ser más que pequeñas liberaciones que constituyen, a la vez, aceleraciones de un sistema que cada vez nos ahoga con más fuerza. Dejemos aquí hablar a Txetxu Ausín: “aquello que parece liberarnos del tiempo y del espacio nos aliena en la velocidad y la prisa. La ilusión de la velocidad es la creencia de que ahorra tiempo. Pero en realidad la prisa y la velocidad aceleran el tiempo, que pasa cada vez más rápidamente, y el tiempo se llena hasta estallar, como en un cajón mal arreglado donde metes un montón de cosas sin orden ni concierto”. Por mucho que haya aumentado la productividad en todas las áreas industriales, la aceleración exige cada vez más trabajo y éste exige más tiempo, lo que reduce las ocasiones para participar en las actividades esenciales de la vida: familia, ocio, comunidad, cultura, ciudadanía, desarrollo personal, etc. Tampoco la mayor parte del tiempo libre conduce a la reapropiación de la existencia, ni supone un escape efectivo al modelo mercantilista dominante. Sigue siendo empleado, antes bien, en actividades propiamente mercantiles que no permiten que el consumidor tome la opción de autoproducir.

         De esta manera, la aceleración descontrolada y la sobreproducción consiguiente generan consecuencias a nivel personal. En palabras del sociólogo Simon Gottschalk, “distorsiona la forma en que experimentamos el tiempo y el espacio. Se deteriora la forma en que abordamos nuestras actividades cotidianas, deforma el modo en que nos relacionamos y erosiona la estabilidad del yo. En un extremo lleva al agotamiento y en el otro a la depresión. Cognitivamente, inhibe la capacidad de mantener una atención continuada y la evaluación crítica. Fisiológicamente, puede estresar nuestros cuerpos y alterar las funciones vitales”. Debemos responder cada vez con más rapidez a un entorno que se acelera hasta el punto en el que la falta de tiempo ocasionada por el culto a la velocidad, la aceleración de los ritmos, la compartimentación de la vida cotidiana, la centralidad del trabajo asalariado y el ocio mercantilizado se ha convertido en el Norte enriquecido en una enfermedad cultural que tiende a contagiarse al mundo entero.

         En una sociedad impulsada por la aceleración y el exceso, no hacer nada es sinónimo de pereza o aburrimiento. La Gran Aceleración impone así una concepción plenamente instrumental de la existencia humana, aunque cada vez más investigaciones sugieran que alejarse de las preocupaciones cotidianas y tomarse tiempo para reflexionar sea esencial para la salud y la paz interior. De hecho, un estudio llevado a cabo por el psicólogo Manfred de Vries sostiene que no hacer nada es esencial para la creatividad y la innovación, tan positivos para nuestro bienestar como el ejercicio mental. Este credo de la ultraactividad, promocionado por los medios, difundido por la publicidad e impulsado por la cultura corporativa, contradice lo que históricamente y aún en muchas culturas andinas se entiende como ‘vida buena’, así como los principios básicos de muchas filosofías que ensalzan la virtud y el poder de la quietud. Lo dijo Albert Camus: “la ociosidad es fatal sólo para los mediocres”.

         La Gran Aceleración también genera impactos ambientales como el enorme consumo de recursos y la no menos enorme producción de residuos. De hecho, algunas dimensiones de la crisis ecológica global también han de verse como dificultades en el tiempo. Los debates sobre desarrollo sostenible, reciclado, moratorias tecnológicas o energías renovables tienen mucho que ver con nuestra relación con el tiempo. Por eso hemos de reconstruir nuestra forma de habitar la Tierra junto a los animales no humanos y edificar una cultura ecológica de la lentitud que plante cara a la cultura capitalista de la velocidad. “La instantaneidad del usar y tirar -reflexiona Jorge Riechmann- se opone frontalmente a la duración y a la perdurabilidad que caracterizarían a una sociedad ecológicamente sustentable. Preservar, restaurar, cuidar, exige tiempo y esfuerzo”. La revolución que necesitamos -hacer las paces con la naturaleza y restablecer las relaciones de ecodependencia que hemos ignorado y mutilado bajo el dogma productivista- nos obliga a recalibrar los tiempos y ritmos de la naturaleza con los de nuestro proceso económico, marcado por la velocidad y la sobreexplotación.

         En  un  mundo que se acelera, la lentitud es un acto de subversión. La razón y la salud exigen demora. “Aunque nuestro modo de pensamiento rápido -concluye Txetxu Ausín- pueda resultar adaptativo en muchas circunstancias, la falta de reflexión y de sosiego nos aboca a la irracionalidad y a las malas decisiones”. Nuestras agendas se llenan de actividades, nos mueve la urgencia, fruto todo ello de un estilo de vida que trata de mantenernos ocupados y distraídos. Por eso oponerse a la Gran Aceleración, controlar los tiempos vitales, medir el radio de acción, razonar las decisiones y analizar el campo de juego, equivale a tener conciencia de uno mismo y nos obliga a reconquistar nuestro tiempo libre, un tiempo cualitativo, que cultive la lentitud y la contemplación, un tiempo por fin liberado de la malsana idea de producto.

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